Son esas pequeñas cosas que, en ocasiones, en tan solo un momento constituyen grandes lecciones de la vida. Son instantes que permanecen en la retina. Pequeñas historias anónimas que, en ocasiones pasan desapercibidas para los viandantes. Incluso para aquellas personas que forman parte de la escena, del propio cuadro urbano.
Me encontraba realizando algo tan banal como acompañando a mi hijo pequeño mientras se cortaba el pelo. La peluquería se encuentra, aproximadamente, un metro por encima del nivel de la calle. Lógicamente el acceso se realiza a través de una pequeña rampa lateral que salva dicho desnivel. La zona frontal del establecimiento es completamente de cristal de modo que los viandantes pueden ver a los clientes siendo sometidos a la tijera del fígaro de turno. Como es lógico los que estábamos en su interior también podíamos ver a la gente que se para en el quiosco de prensa o a comentar, en corrillo, alguna noticia o, simplemente a saludarse.
Mientras me congratulaba de ver como la irregular melena del chico era transformada en un corte aseado. Todo ello después de semanas de perseguirle a todas horas e intentar buscar un hueco en que pudieran “pelarle”, sucedió la escena que motiva escribir estas líneas.
Una chica caminaba calle arriba apresuradamente forzando el paso. Quizás llegaba tarde a alguna cita o entrevista de trabajo. Mientras caminaba intentaba extraer o introducir algo de su monedero, posiblemente el metrobus. En ese instante, mientras mi atención se encontraba repartida entre la cabellera de mi hijo y la visión de la chica observé como una moneda se le caía del bolso, imagino que causando el lógico sonido metálico, cosa que desconozco ya que detrás de cristal todo transcurría en silencio. Ella se gira, en su prisa, intentando localizar dicha moneda. Sin embargo, desde mi posición, aprecio como la moneda rueda tan solo un par de metros hacia atrás y una niña de unos siete años se agacha y