viernes, 8 de febrero de 2008

MORIR DE ABURRIMIENTO HACIENDO EL INDIO (EN CANADA, ESO SI)

Hace poco más de un año tuve un viaje de trabajo a Norteamérica, específicamente a Filadelfia. Al acabarlo comencé a viajar hacia el norte y después de llegar a Canadá seguí conduciendo más y más kilómetros en un ciego deseo de ver una “aurora boreal”. Al irme aproximando al círculo polar ártico las carreteras asfaltadas dieron paso a caminos ripiados de mucho polvo y difícil conducción. Mucha distancia y un vano sueño ayudaron a dar con mis ya cansados huesos con la “Nación Cree”. Valerosos indios que antaño demostraron sus dotes de resistencia frente al hombre blanco en innumerables ocasiones. El pueblo de Mistissini dotado de casitas prefabricadas y pintadas de color pastel se encontraba como suele ser usual al borde de un gran y precioso lago canadiense bordado de espesos bosques de pinos. Mientras deambulaba por el pueblo después de alojarme en el único hotel regentado por los propios indios (“Caray, eres el primer español que vemos”) tuve la fortuna de conocer a su jefe. Este no vestía, como parece ser lógico, ningún atuendo indio ni mucho menos plumaje alguno. Más aún, además de jefe, Thomas Gunner ese era su nombre occidentalizado, también era el jefe de bomberos y de la policía. Todo un personaje. Tiempo después, al igual que en un episodio de Tintín, y aunque resulte tópico, me hice amiguito del jefe de la tribu y en un sorprendente arrebato de inocente exhibicionismo me paseo por el pueblo en un inmenso camión de bomberos con la sirena a todo trapo asustando y divirtiendo, por igual, a sus congéneres. ¿Qué había sido de la feroz nación Cree?. Las numerosas subvenciones del gobierno canadiense facilitaban que prácticamente todos pudieran vivir sin trabajar. Ya no cazaban ni pescaban. Se alimentaban mediante un gran supermercado en el que obesas empleadas despachaban sebosas alitas de pollo asadas u otros alimentos que nunca estuvieron presentes en su dieta. Panes de harinas refinadas provocaban desarreglos en la dentadura y digestión que ellos nunca habían sufrido. Prácticamente no se veía un solo indio (a excepción de Gunner) que tuviera un peso proporcionado a su estatura. Los indígenas poseían grandes camionetas americanas y las utilizaban constantemente para desplazarse de una casa a otra en un pueblo que, como mucho, se podía atravesar de lado a lado caminando en tan solo diez o quince minutos. Algunos jóvenes deambulaban de un lado a otro sin saber que hacer y contrabandeando alcohol del pueblo canadiense más cercano ya que ellos lo tienen prohibido.

En la periferia del poblado un “taller-escuela” subvencionado por el gobierno canadiense promocionaba que los conocimientos de los ancianos fuesen transmitidos a los más jóvenes. Me acerqué a observar que sucedía allí: una hilera de ancianos sentados en patético silencio tenían la mirada perdida mientras un par de jóvenes parecían tallar un arco y algunas flechas con cierta desgana. Uno de ellos, al verme extranjero y con cierto deseo de conocer sus costumbres quiso exhibir sus habilidades con el arco y las flechas. Salió fuera del inmueble y en un gesto similar al que seguramente muchos de sus ancestros habían ejecutado en los últimos siglos apuntó con el arco a un imaginario objeto lejano. No me pregunten como porque todo ocurrió muy rápido: la flecha salió más bien disparada en vertical, rebotó en la rama de un árbol cercano y comenzó a caer sobre nuestras cabezas para espanto de todos los presentes y de los ancianos que hasta hacía un momento sonreían orgullosos por la hazaña del otro nativo y que parecieron recuperar instantáneamente la juvenil agilidad. En un solo instante una flecha lastrada por una pesada punta de piedra caía a mi lado sin herir a nadie. El chico, de unos veinte años, la recogió y se metió avergonzado sin decir ni “mu” de vuelta en la escuela.

Momentos después, poseído por cierto presentimiento, me acerqué al cementerio del pueblo. Mis temores se confirmaban: existían numerosas tumbas de personas que rondaban los treinta y cuarenta años. ¿Qué los mataba?, ¿el aburrimiento?, ¿la obesidad?, ¿el alcohol? Lo cierto es que, seguramente, una combinación de varios factores. Lo tenían “todo” excepto lo esencial: un motivo claro por el que vivir. ¿Qué tiene que ver esta historia con nosotros o el tema educativo? Saquen ustedes mismos sus propias conclusiones.